Como dice el Cantar del Mío Cid: «Qué buen vasallo si tuviera buen señor”. En nosotras existe de forma innata ese «vasallo», y para muchas cosas buscamos, consciente o inconscientemente, un «señor» en forma de persona, de propósito o de misión que dé sentido a nuestras acciones.
Aunque nos hemos dado cuenta de que en muchas ocasiones, no basta con tener talento o disposición: necesitamos una razón, una visión o un liderazgo digno que inspire nuestras acciones. Un liderazgo que no se imponga, sino que inspire, y que nos recuerde el valor de nuestras contribuciones. Solo así podemos ser «buenas vasallas», en el sentido más profundo, convirtiéndonos en seres que alcanzan su propósito y plenitud, y con ello un objetivo común mayor.
Un «buen señor» no necesariamente tiene que ser una persona. Puede ser una causa en la que creemos profundamente, un objetivo que nos motive a dar lo mejor de nosotras mismas, o incluso un ideal que ilumine nuestro camino y nos ayude a organizarnos en torno a una meta común. Pero sin ese “señor” inspirador, comprobamos habitualmente que nuestros esfuerzos acaban sintiéndose dispersos, como si navegáramos sin rumbo. En el camino que nosotras hemos elegido libremente hacia la realización personal, que da sentido a nuestra vida, aunque reconozcamos nuestro propio valor, si no encontramos en alguno de nuestros proyectos aquello o a aquel que nos inspire a ser nuestra mejor versión, inevitablemente desfallecemos por agotamiento.
Entonces, al no poder ser “buenas vasallas”, cambiamos nuestro destino gracias al libre albedrío, convirtiendo esa experiencia en un aprendizaje (para cultivar nuestra paciencia, compasión y amor) y en un nuevo despertar para seguir buscando a grandes Maestros o a un “buen señor”.
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