UNA DE CUENTOS.

EL NIÑO QUE TENÍA MIEDO DEL MIEDO. Paco Ríos.

– ¡Papá, mamá!, repetía el niño desde su nueva habitación. 

Los adormilados padres, que para dormir a su hijo ya habían intentado el cuento, la nana y el ruego desesperado («¡por favor, duérmete, que mañana no va a haber quien te levante!») respondieron a un tiempo 

– ¿Qué te pasa? 

– ¡Que tengo miedo! 

Finalmente llegó el temido día por parte de los padres en que su hijo pronunciase esas dos palabras juntas: “tengo miedo”. Habían procurado, desde que nació, que el miedo no le encontrara, pero le encontró. Así que se levantaron, entraron en la habitación y preguntaron a su pequeño: 

– ¿De qué tienes miedo?

– Del monstruo. 

– Y, ¿dónde está? 

– Ahí, debajo de la ropa. 

Los padres levantaron la ropa y nada. 

– Se ha metido dentro del armario al veros, aseguró el niño. 

Los padres abrieron el armario y nada. 

– ¡Está debajo de la cama!, susurró como si la amenaza más terrible del mundo pudiera oírles. 

Los padres miraron debajo de la cama, cada uno por un lado, y solo se vieron el uno al otro, aguantándose la risa y también los bostezos. 

– No hay ningún monstruo, campeón, afirmó el padre, con la vana esperanza de que su hijo le creyera.

– Pues lo había. ¿Y si vuelve? 

La madre miró al padre con complicidad. Había llegado el momento de revelar a su hijo un secreto que pertenecía a su familia desde hacía muchas generaciones, y que pasaba de padres a hijos cada vez que el miedo les encontraba. Así que le dio un palmadita en el hombro, un cariñoso beso en la mejilla, y se fue a dormir diciendo: «A por él, tigre». El padre respiró profundamente, cogió un taburete verde y se sentó junto a la cama de su pequeño. 

– Voy a contarte una historia… 

– ¿Otro cuento?

– No, una historia que… 

– ¿Es de monstruos? 

– Algo así, es una historia que nuestra familia lleva contando… 

– ¿Salgo yo? 

– Si me dejas hablar, te la contaré. 

– Perdón, se disculpó el niño, impaciente como todos los niños, emocionado como todos los niños. Y se sentó en la cama, tapándose con su sábana hasta las orejas, dispuesto a escuchar como solo saben escuchar los niños. Y el padre comenzó su historia. 

– Hace miles de años los humanos fueron testigos del combate que mantenían los semidioses por el dominio de la Tierra. Por un lado, los Geómidas se habían comprometido a mantener el equilibrio natural del mundo y protegían a los mortales de las amenazas que provenían del lugar situado detrás de la Sombra Oscura, territorio de los Necrómidas, que odiaban a los mortales por haber recibido la Tierra como su morada. 

– ¿Los quiénes hacían qué cosa y los como-se-llamasen-los-otros que venían de no-se-dónde iban a hacer qué, papá?, preguntó el niño, que no había entendido nada. 

– Que los buenos luchaban contra los malos y uno de los más malos se llamaba Somnícubus, un semidios que, desterrado a la Sombra Oscura por su codicia, juró que se vengaría de los mortales y que su venganza sería tan terrible que todos los Poderes del Universo tendrían que arrodillarse ante él. 

Usando un conjuro prohibido que habían ocultado bajo siete hechizos los Santos Sabios, Somnícubus creó un sentimiento que sólo él podría controlar: el miedo. Y usó su poder para inspirar ese sentimiento entre todos los mortales mientras dormían. Y antes de que la Luna diera paso al Sol, el miedo se había vuelto tan poderoso que ni el mismo Somnícubus pudo dominarlo. 

– ¿Y qué le hizo? ¿Lo mató?, ¿le hizo sangre?, preguntó el niño, cada vez más interesado en la historia. 

– Lo encontraron con los ojos muy abiertos, temblando y llorando, acurrucado en una cueva de la que, dicen, nunca más salió. El miedo se instaló en el corazón de las personas y, durante décadas, dominó su voluntad para que no se atrevieran a hacer muchas de las cosas que hacían antes de su llegada: dejaron de pasear solos por el bosque, dejaron de guardar cosas en los altillos de sus casas. Incluso dejaron de relacionarse con otras personas por miedo a lo que les podrían hacer. Y la peor parte se la llevaron los niños. 

– ¿Nosotros? ¿Por qué, papá, por qué?, ¿eh?, ¿por qué? 

– Porque, cuando dormían, convertían su miedo en imágenes de monstruos que impedían su descanso y les provocaban un amargo llanto. Y cuando aquellos niños se convirtieron en adultos, al crecer viendo esas imágenes en sueños, las transformaron en seres reales que escaparon de su imaginación y el mundo se llenó de feroces dragones, trolls deformes y malolientes y todo tipo de seres espantosos que aguardaban en la oscuridad, se escondían en los armarios o dormían bajo las camas. 

– ¿En serio?, el niño escuchaba a su padre con suma atención, pues le afectaba directamente, ya que él estaba convencido de que un monstruo se había colado en su habitación.– Sigue, sigue, porfi. 

– Los semidioses no sabían qué hacer. Estaban desolados, pues el mundo que habían jurado proteger se estaba destruyendo a sí mismo por culpa del miedo. Entonces, un muchacho joven, casi un niño, tuvo una idea: juntó varias hojas grandes (las más grandes que pudo encontrar) y las cosió con una cuerda de cáñamo. Y con su invento bajo el brazo, pidió ser escuchado por los Geómidas… 

– ¿Por quiénes?, preguntó el hijo.

– Por los buenos, aclaró el padre, y continuó.– … ser escuchado en la siguiente Asamblea y proclamó: esto que veis puede vencer al miedo. Lo llamo Valor. Los semidioses sonrieron incrédulos, pues no entendían como un montón de hojas podían vencer al miedo, que ya había derrotado a un poderoso semidios como Somnícubus, había dominado el corazón de los hombres y amenazaba el equilibrio del Universo. Entonces el joven preguntó a la Asamblea cuál era su mayor temor. Y mientras ellos le contestaban: ser desterrados como Guardianes de la Tierra, el joven les dibujaba en las hojas, marchando con la cabeza baja y el rostro triste. Cuando hubo terminado el dibujo, lo mostró. Y entonces… 

– ¿Qué, qué?, preguntaba el niño aferrado a su almohada. 

– Unas luces oscuras salieron de los corazones de los semidioses, como rayos en una tormenta. Y todas aquellas luces se estrellaban contra el montón de hojas quedando encerradas. Y cuando las luces terminaron, el miedo había desaparecido. 

– ¡Qué guay!, exclamó el niño, pensando que sería fantástico poder tener unas cuantas de esas hojas. El padre se sentó en la cama, junto a su hijo, y le preguntó si le apetecía oír el resto de la historia. 

– ¡Claro!, respondió. Y se acurrucó bajo uno de sus brazos. 

– Fascinados por el invento ordenaron a los árboles que hicieran brotar millones de hojas y encargaron al joven muchacho que los convirtiera en «valores». Uno para cada corazón temeroso. Entonces él explicó que eso era algo que tenía que hacer cada persona por sí misma, pero los semidioses (que no tenían demasiada paciencia) insistieron en que él debía ir pueblo por pueblo explicando el modo de acabar con el Miedo. 

– ¿Por todos los pueblos?, preguntó el niño, solidarizándose con el protagonista, que también era casi un niño. 

– Por cada pueblo de cada provincia de cada país, respondió el padre. 

– ¿Por todo el mundo?, insistió el niño, casi indignado por el encargo de los semidioses. – Eso mismo pregunté yo –dijo el padre, recordando su propia indignación.– Era imposible que le diera tiempo a recorrer el mundo entero y menos en aquella época que no había más transporte que un caballo. ¡Imposible! 

– Sí es posible –matizó el niño– Con magia. El padre se tragó un gesto de envidia porque a él, cuando era pequeño, no se le ocurrió esa respuesta. 

– En efecto. Los semidioses le ayudaron con magia. Fue entonces cuando los Necrómidas… Los malos acusaron a los Geo…, a los buenos, de modificar la Ley de los Santos Sabios. 

– ¿Qué ley era esa, papá? 

– Se decía que los semidioses no podían interferir en las decisiones de los humanos. Si la idea era del muchacho ellos no podían ayudarle concediéndole la magia de estar en cualquier lugar del mundo sólo con pensarlo. Reclamaron su derecho a imponer condiciones en la misión que habían encargado al muchacho. 

– ¿Cuáles? –preguntó el niño extrañado, ya que, como todo niño sabe, los malos no tienen derecho a nada, salvo que los buenos les dejen, que para eso son los buenos que, como dice su madre, «a veces de tan buenos parecen tontos». 

– Que las hojas de árbol sólo pudieran encontrarse en el interior de una cueva oscura como la noche, que el muchacho sólo pudiera explicar una vez la forma de usarlas a quienes quisieran escucharle y le creyeran, y, por último, que una vez hubiera recorrido la Tierra explicando el modo de vencer el miedo, perdiera la magia que le habían concedido y volviera a ser un muchacho normal. 

¡Qué fastidio! –protestó el niño pensando en lo chulo que sería tener magia. Él podría hacer tantas cosas si tuviera magia.– ¿Y qué pasó, papá? 

– El muchacho recorrió la Tierra en poco más de un mes, explicando en todos los idiomas (que curiosamente hablaba a la perfección), a quien quiso escucharle, que si querían vencer al miedo deberían entrar en la cueva oscura, encontrar el valor y dibujar en las hojas aquello que temían.

– ¡Qué miedo! Entrar en una cueva oscura. 

– Ese era el plan de los Nec… de los malos. Pensaban que nadie se enfrentaría a sus temores para encontrar el valor, pero se equivocaron. Cada vez más y más personas dibujaban sus monstruos y vencían sus miedos. Con el paso de los años, las hojas de árbol se convirtieron en hojas de papel; la cuerda de cáñamo, en grapas o cola de contacto, y los valores, en libros. Y así nacieron los cuentos sobre monstruos, ogros, dragones, fantasmas… La gente fue dibujando sus miedos en libros para que desaparecieran. Y colorín colo… 

– ¡Venga ya! –exclamó el niño, terriblemente decepcionado al oír la conclusión de la historia.– ¿Todo este rollo para decirme que quieres que lea cuentos? 

– No, hijo, quiero que los escribas y, sobre todo, que los dibujes. Así, el monstruo que de tu ropa saltó al armario y se escondió debajo de tu cama desaparecerá para siempre. 

– Ya, seguro –dijo entre dientes el niño, cruzado de brazos, con los morros bien apretados. 

Entonces el padre salió un momento de la habitación para entrar en el «cuarto-donde-nunca-se-debe-entrar-porque-ahí-están-las-cosas-de-los-papás» y salió con un paño viejo en las manos. Volvió a sentarse en el taburete verde y le puso el paño en las piernas a su hijo. 

– Ábrelo. 

El niño desenvolvió el paño y dentro se encontró con un montón de grandes hojas de árbol, cosidas por una cuerda de cáñamo. Apenas podía creer lo que estaba viendo. Aquello parecía tener miles de años y estaba lleno de dibujos de seres monstruosos. 

– Dibuja a tu monstruo y mañana volveremos a guardarlo. ¿Vale, hijo? 

El padre estaba saliendo de la habitación cuando el niño, al fin, se atrevió a preguntar: 

– Pero, ¿cómo?

Y su padre le guiñó un ojo y respondió: «Magia”.

Aprendizaje: Crear con consciencia es mágico. La creatividad del alma nos libera del miedo.

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