UNA DE CUENTOS.

EL MONJE Y EL CIENTÍFICO.

Cuenta una antigua leyenda que un famoso científico acudió a la casa de un maestro zen. Al llegar, se presentó enumerando todos los títulos que había alcanzado y lo que había aprendido a lo largo de sus años de estudio.

Después le pidió al maestro que le enseñara los secretos de su filosofía. Por toda respuesta, el maestro se limitó a invitarlo a sentarse y le ofreció una taza de té.

Aparentemente distraído, sin dar muestras de preocupación, el maestro virtió té en la taza del científico, y siguió echando té aunque la taza ya estaba llena.

Perplejo por aquel desliz, el científico le advirtió al maestro que la taza ya estaba llena y que el té se estaba escurriendo por la mesa.

El maestro le respondió con tranquilidad:

– Exactamente. Usted ya viene con la taza llena, ¿cómo podría aprender algo?

Ante la expresión incrédula del científico, el maestro enfatizó:

– A menos que vacíe su taza, no podrá aprender nada.

Hoy hemos aprendido que tenemos que tener el valor de dejar ir, de dejar ese espacio libre en nuestro corazón y aprender a recibir lo nuevo.

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UNA DE CUENTOS.

EL ÁGUILA QUE SE CREÍA GALLINA.

Caminando por un prado, un granjero se encontró un huevo de águila. Sin pensarlo dos veces, lo metió en una bolsa y, una vez en su granja, lo colocó en el nido de una gallina de corral. Así fue como el aguilucho fue incubado y criado junto a una nidada de pollos. Al creer que era uno de ellos, el águila se limitó a hacer durante su vida lo mismo que hacían todos los demás. Escarbaba en la tierra en busca de gusanos e insectos, piando y cacareando. Incluso sacudía las alas y volaba unos metros por el aire, imitando así el vuelo del resto de gallinas. Los años fueron pasando y el águila se convirtió en un pájaro fuerte y vigoroso. Una mañana divisó muy por encima de él una magnífica ave que planeaba majestuosamente por el cielo. El águila no podía dejar de mirar hacia arriba, asombrada de cómo aquél pájaro surcaba las corrientes de aire moviendo sus poderosas alas doradas. 

—¿Qué es eso? —le preguntó maravillado a una gallina que estaba a su lado. 

—Es el águila, el rey de todas las aves —respondió cabizbaja su compañera—. Representa lo opuesto de lo que somos. Tú y yo somos simples pollos. Hemos nacido para mantener la cabeza agachada y mirar hacia el suelo. 

El águila asintió con pesadumbre. Y nunca más volvió a mirar el cielo. Tal como le habían dicho, murió creyendo que era una simple gallina de corral.

Aprendizaje: Somos más que nuestras creencias. Al expandir nuestra mente, descubrimos el alma que siempre está ahí para ayudarnos.

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UNA DE CUENTOS.

SER DIFERENTES.

Un samurai, conocido por todos por su nobleza y honestidad, fue a visitar a un monje zen en busca de consejos.

No obstante, en cuanto entró en el templo donde el maestro rezaba, se sintió inferior, y concluyó que a pesar de haber pasado toda su vida luchando por la justicia y la paz, no se había ni tan siquiera acercado al estado de gracia del hombre que tenía frente a él.

–¿Por qué me estoy sintiendo tan inferior? –le preguntó, no bien el monje hubo acabado de rezar. –Ya me enfrenté muchas veces con la muerte, defendí a los más débiles, sé que no tengo nada de qué avergonzarme. Sin embargo, al verlo meditando, he sentido que mi vida no tenía la menor importancia.

—Espera. En cuanto haya atendido a todos los que me han buscado hoy, te daré la respuesta.

Durante todo el día el samurai se quedó sentado en el jardín del templo, viendo cómo las personas entraban y salían en busca de consejos. Vio como el monje atendía a todos con la misma paciencia y la misma sonrisa luminosa en su rostro. Pero su estado de ánimo iba de mal en peor, pues había nacido para actuar, no para esperar. Por la noche, cuando ya todos habían partido, insistió:

–¿Ahora podrá usted enseñarme?

El maestro lo invitó a entrar y lo llevó hasta su habitación. La luna llena brillaba en el cielo y todo el ambiente respiraba una profunda tranquilidad.

—¿Ves esta luna, qué bonita es? Ella cruzará todo el firmamento y mañana el sol volverá a brillar. Solo que la luz del sol es mucho más fuerte y consigue mostrar los detalles del paisaje que tenemos a nuestra frente; árboles, montañas, nubes. He contemplado a los dos durante años, y nunca escuché a la luna decir “¿Por qué no tengo el mismo brillo que el sol? ¿Es que quizás soy inferior a él?”

–Claro que no –respondió el samurai–, la luna y el sol son dos cosas diferentes, y cada uno tiene su propia belleza. No podemos comparar a los dos.

–Entonces, ya sabes la respuesta. Somos dos personas diferentes, cada cual luchando a su manera por aquello que cree, y haciendo lo posible para tornar a este mundo mejor; el resto son solo apariencias.

Aprendizaje: Todos formamos parte de la unidad.

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UNA DE CUENTOS.

LAS CUATRO ESTACIONES.

Cuentan que una vez, un hombre muy anciano, cansado de escuchar las quejas de sus cuatro hijos, y de ver cómo juzgaban a otros hombres constantemente, decidió darles una lección. Mandó a cada uno de ellos a visitar un peral que estaba lejos, muy lejos. Pero mandó a cada uno de sus hijos en distintas estaciones del año. Así, el hijo mayor fue en invierno, el segundo, en primavera. El tercer hijo fue a observar el peral en verano, y el último, en otoño.

Cuando terminaron de visitar todos al peral, el hombre reunió a sus hijos y les preguntó:

– Y bien, explicarme cómo es el árbol que habéis visto.

Comenzó a hablar el hijo mayor:

– Un árbol horrible, desnudo, con ramas retorcidas. Sin duda, un esperpento de árbol.

– ¡Qué va!- dijo entonces el segundo hijo- ¡El árbol estaba repleto de brotes dispuestos a nacer! Todo un árbol lleno de promesas…

– No sé qué habéis visto vosotros, hermanos, pero no es lo que yo vi- dijo el tercer hermano- Mi peral estaba repleto de flores. Es un árbol lleno de vida y vitalidad. De dulzura, plenitud y mucha belleza.

– Pues yo no lo vi como tú dices, hermano- dijo el más pequeño- Mi árbol tenía frutos, estaba lleno de peras jugosas y listas para comer. Pero el peso de la fruta encorvaba las ramas y las hojas estaban a punto de marchitarse. Se le veía cansado y sus hojas estaban a punto de caer.

– Todos tenéis razón- dijo entonces el padre- Cada uno de vosotros habéis visto el árbol en una estación diferente y éste ha cambiado. Por eso, no podéis juzgar al árbol por cómo es en una sola estación, sino en todas ellas. Igual ocurre con las personas. Tampoco podéis juzgarlas por cómo son en un momento dado. Y como ese árbol, solo podréis recoger los frutos de la vida al final del trayecto, cuando ya hayáis pasado por todas las estaciones de la vida…

Aprendizaje: No juzgues a nadie por cómo es en un momento dado ni intentes recoger los frutos de la vida antes de tiempo.

UNA DE CUENTOS.

EL GALLO DEL REY.

Un rey deseaba tener un gallo de combate fuerte y había encargado a un súbdito que educara a uno. Al principio, este enseñó al gallo la técnica del combate. Al cabo de diez días, el rey le preguntó:

—¿Podemos organizar una lucha con este gallo?

—¡No, no, no! Es fuerte, pero esa fuerza está vacía, está excitado y su vigor es efímero —respondió el instructor.

Diez días después, volvió a preguntar el rey:

—¿Podemos ahora organizar el combate?

—¡No, no, no! Todavía no. Todavía es apasionado, siempre está deseoso de combatir. Cuando escucha la voz de otro gallo, aunque sea de una aldea vecina, se irrita.

Al cabo de otros diez días de entrenamiento, el rey volvió a preguntar:

—¿Y ahora?

El instructor respondió:

—Ahora ya no se apasiona, si oye o ve otro gallo permanece en calma. Su postura es correcta y está fuerte. Ya no monta en cólera. La energía y la fuerza no se manifiestan en la superficie.

—Entonces —dijo el rey—, ¿está dispuesto para combatir?

—Quizás —respondió el súbdito.

Trajeron numerosos gallos de combate y organizaron un torneo. Pero los gallos de combate no podían acercarse a aquel gallo. ¡Huían espantados! No hubo necesidad de combatir. El gallo de pelea se había convertido en un gallo de madera. Había sobrepasado el entrenamiento de lucha. Tenía en su interior una energía que no se exteriorizaba.

La fuerza se encontraba en él y, por eso, los otros gallos no podían más que inclinarse ante su seguridad y su verdadera fuerza oculta.

En la vida, ganamos más cuando mantenemos la paz. 

Aprendizaje: La no violencia mueve montañas, la fortaleza reside en el interior y la calma es más poderosa que la rabia. 

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UNA DE CUENTOS.

TODO ESTÁ BIEN.

“Una tarde, un discípulo intrigado le preguntó a su mentor: 

– Maestro, ¿Nunca te acontecen situaciones difíciles o que no puedes resolver? No entiendo cómo es que siempre dices; “Está bien, todo está bien”, en todo momento que se te pone al corriente de alguna contrariedad o se te presenta alguna vicisitud. 

El maestro sonrió y con una mirada apacible dijo: 

– Es que cuando todo está bien, está bien. 

– Pero, ¿Por qué? ¿Cómo es posible que siempre todo esté bien? -preguntó escéptico e incluso un poco irritado el discípulo.

El maestro explicó: 

– Porque cuando no puedo solucionar una situación en el exterior, la resuelvo en mi interior, cambiando de actitud hacia esa circunstancia. Simplemente cambio o corrijo todas las cosas que dependen de mí, y las cosas que no puedo cambiar las acepto y me adapto a eso. Ningún ser humano puede controlar todos los escenarios o situaciones externas que se les presentan, pero sí puede aprender a controlar su actitud y emociones ante las mismas. Por eso, para mí, todo está bien”.

Aprendizaje: Nos tomamos la vida lo mejor posible. ¡Buen camino!

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UNA DE CUENTOS.

EL NIÑO QUE TENÍA MIEDO DEL MIEDO. Paco Ríos.

– ¡Papá, mamá!, repetía el niño desde su nueva habitación. 

Los adormilados padres, que para dormir a su hijo ya habían intentado el cuento, la nana y el ruego desesperado («¡por favor, duérmete, que mañana no va a haber quien te levante!») respondieron a un tiempo 

– ¿Qué te pasa? 

– ¡Que tengo miedo! 

Finalmente llegó el temido día por parte de los padres en que su hijo pronunciase esas dos palabras juntas: “tengo miedo”. Habían procurado, desde que nació, que el miedo no le encontrara, pero le encontró. Así que se levantaron, entraron en la habitación y preguntaron a su pequeño: 

– ¿De qué tienes miedo?

– Del monstruo. 

– Y, ¿dónde está? 

– Ahí, debajo de la ropa. 

Los padres levantaron la ropa y nada. 

– Se ha metido dentro del armario al veros, aseguró el niño. 

Los padres abrieron el armario y nada. 

– ¡Está debajo de la cama!, susurró como si la amenaza más terrible del mundo pudiera oírles. 

Los padres miraron debajo de la cama, cada uno por un lado, y solo se vieron el uno al otro, aguantándose la risa y también los bostezos. 

– No hay ningún monstruo, campeón, afirmó el padre, con la vana esperanza de que su hijo le creyera.

– Pues lo había. ¿Y si vuelve? 

La madre miró al padre con complicidad. Había llegado el momento de revelar a su hijo un secreto que pertenecía a su familia desde hacía muchas generaciones, y que pasaba de padres a hijos cada vez que el miedo les encontraba. Así que le dio un palmadita en el hombro, un cariñoso beso en la mejilla, y se fue a dormir diciendo: «A por él, tigre». El padre respiró profundamente, cogió un taburete verde y se sentó junto a la cama de su pequeño. 

– Voy a contarte una historia… 

– ¿Otro cuento?

– No, una historia que… 

– ¿Es de monstruos? 

– Algo así, es una historia que nuestra familia lleva contando… 

– ¿Salgo yo? 

– Si me dejas hablar, te la contaré. 

– Perdón, se disculpó el niño, impaciente como todos los niños, emocionado como todos los niños. Y se sentó en la cama, tapándose con su sábana hasta las orejas, dispuesto a escuchar como solo saben escuchar los niños. Y el padre comenzó su historia. 

– Hace miles de años los humanos fueron testigos del combate que mantenían los semidioses por el dominio de la Tierra. Por un lado, los Geómidas se habían comprometido a mantener el equilibrio natural del mundo y protegían a los mortales de las amenazas que provenían del lugar situado detrás de la Sombra Oscura, territorio de los Necrómidas, que odiaban a los mortales por haber recibido la Tierra como su morada. 

– ¿Los quiénes hacían qué cosa y los como-se-llamasen-los-otros que venían de no-se-dónde iban a hacer qué, papá?, preguntó el niño, que no había entendido nada. 

– Que los buenos luchaban contra los malos y uno de los más malos se llamaba Somnícubus, un semidios que, desterrado a la Sombra Oscura por su codicia, juró que se vengaría de los mortales y que su venganza sería tan terrible que todos los Poderes del Universo tendrían que arrodillarse ante él. 

Usando un conjuro prohibido que habían ocultado bajo siete hechizos los Santos Sabios, Somnícubus creó un sentimiento que sólo él podría controlar: el miedo. Y usó su poder para inspirar ese sentimiento entre todos los mortales mientras dormían. Y antes de que la Luna diera paso al Sol, el miedo se había vuelto tan poderoso que ni el mismo Somnícubus pudo dominarlo. 

– ¿Y qué le hizo? ¿Lo mató?, ¿le hizo sangre?, preguntó el niño, cada vez más interesado en la historia. 

– Lo encontraron con los ojos muy abiertos, temblando y llorando, acurrucado en una cueva de la que, dicen, nunca más salió. El miedo se instaló en el corazón de las personas y, durante décadas, dominó su voluntad para que no se atrevieran a hacer muchas de las cosas que hacían antes de su llegada: dejaron de pasear solos por el bosque, dejaron de guardar cosas en los altillos de sus casas. Incluso dejaron de relacionarse con otras personas por miedo a lo que les podrían hacer. Y la peor parte se la llevaron los niños. 

– ¿Nosotros? ¿Por qué, papá, por qué?, ¿eh?, ¿por qué? 

– Porque, cuando dormían, convertían su miedo en imágenes de monstruos que impedían su descanso y les provocaban un amargo llanto. Y cuando aquellos niños se convirtieron en adultos, al crecer viendo esas imágenes en sueños, las transformaron en seres reales que escaparon de su imaginación y el mundo se llenó de feroces dragones, trolls deformes y malolientes y todo tipo de seres espantosos que aguardaban en la oscuridad, se escondían en los armarios o dormían bajo las camas. 

– ¿En serio?, el niño escuchaba a su padre con suma atención, pues le afectaba directamente, ya que él estaba convencido de que un monstruo se había colado en su habitación.– Sigue, sigue, porfi. 

– Los semidioses no sabían qué hacer. Estaban desolados, pues el mundo que habían jurado proteger se estaba destruyendo a sí mismo por culpa del miedo. Entonces, un muchacho joven, casi un niño, tuvo una idea: juntó varias hojas grandes (las más grandes que pudo encontrar) y las cosió con una cuerda de cáñamo. Y con su invento bajo el brazo, pidió ser escuchado por los Geómidas… 

– ¿Por quiénes?, preguntó el hijo.

– Por los buenos, aclaró el padre, y continuó.– … ser escuchado en la siguiente Asamblea y proclamó: esto que veis puede vencer al miedo. Lo llamo Valor. Los semidioses sonrieron incrédulos, pues no entendían como un montón de hojas podían vencer al miedo, que ya había derrotado a un poderoso semidios como Somnícubus, había dominado el corazón de los hombres y amenazaba el equilibrio del Universo. Entonces el joven preguntó a la Asamblea cuál era su mayor temor. Y mientras ellos le contestaban: ser desterrados como Guardianes de la Tierra, el joven les dibujaba en las hojas, marchando con la cabeza baja y el rostro triste. Cuando hubo terminado el dibujo, lo mostró. Y entonces… 

– ¿Qué, qué?, preguntaba el niño aferrado a su almohada. 

– Unas luces oscuras salieron de los corazones de los semidioses, como rayos en una tormenta. Y todas aquellas luces se estrellaban contra el montón de hojas quedando encerradas. Y cuando las luces terminaron, el miedo había desaparecido. 

– ¡Qué guay!, exclamó el niño, pensando que sería fantástico poder tener unas cuantas de esas hojas. El padre se sentó en la cama, junto a su hijo, y le preguntó si le apetecía oír el resto de la historia. 

– ¡Claro!, respondió. Y se acurrucó bajo uno de sus brazos. 

– Fascinados por el invento ordenaron a los árboles que hicieran brotar millones de hojas y encargaron al joven muchacho que los convirtiera en «valores». Uno para cada corazón temeroso. Entonces él explicó que eso era algo que tenía que hacer cada persona por sí misma, pero los semidioses (que no tenían demasiada paciencia) insistieron en que él debía ir pueblo por pueblo explicando el modo de acabar con el Miedo. 

– ¿Por todos los pueblos?, preguntó el niño, solidarizándose con el protagonista, que también era casi un niño. 

– Por cada pueblo de cada provincia de cada país, respondió el padre. 

– ¿Por todo el mundo?, insistió el niño, casi indignado por el encargo de los semidioses. – Eso mismo pregunté yo –dijo el padre, recordando su propia indignación.– Era imposible que le diera tiempo a recorrer el mundo entero y menos en aquella época que no había más transporte que un caballo. ¡Imposible! 

– Sí es posible –matizó el niño– Con magia. El padre se tragó un gesto de envidia porque a él, cuando era pequeño, no se le ocurrió esa respuesta. 

– En efecto. Los semidioses le ayudaron con magia. Fue entonces cuando los Necrómidas… Los malos acusaron a los Geo…, a los buenos, de modificar la Ley de los Santos Sabios. 

– ¿Qué ley era esa, papá? 

– Se decía que los semidioses no podían interferir en las decisiones de los humanos. Si la idea era del muchacho ellos no podían ayudarle concediéndole la magia de estar en cualquier lugar del mundo sólo con pensarlo. Reclamaron su derecho a imponer condiciones en la misión que habían encargado al muchacho. 

– ¿Cuáles? –preguntó el niño extrañado, ya que, como todo niño sabe, los malos no tienen derecho a nada, salvo que los buenos les dejen, que para eso son los buenos que, como dice su madre, «a veces de tan buenos parecen tontos». 

– Que las hojas de árbol sólo pudieran encontrarse en el interior de una cueva oscura como la noche, que el muchacho sólo pudiera explicar una vez la forma de usarlas a quienes quisieran escucharle y le creyeran, y, por último, que una vez hubiera recorrido la Tierra explicando el modo de vencer el miedo, perdiera la magia que le habían concedido y volviera a ser un muchacho normal. 

¡Qué fastidio! –protestó el niño pensando en lo chulo que sería tener magia. Él podría hacer tantas cosas si tuviera magia.– ¿Y qué pasó, papá? 

– El muchacho recorrió la Tierra en poco más de un mes, explicando en todos los idiomas (que curiosamente hablaba a la perfección), a quien quiso escucharle, que si querían vencer al miedo deberían entrar en la cueva oscura, encontrar el valor y dibujar en las hojas aquello que temían.

– ¡Qué miedo! Entrar en una cueva oscura. 

– Ese era el plan de los Nec… de los malos. Pensaban que nadie se enfrentaría a sus temores para encontrar el valor, pero se equivocaron. Cada vez más y más personas dibujaban sus monstruos y vencían sus miedos. Con el paso de los años, las hojas de árbol se convirtieron en hojas de papel; la cuerda de cáñamo, en grapas o cola de contacto, y los valores, en libros. Y así nacieron los cuentos sobre monstruos, ogros, dragones, fantasmas… La gente fue dibujando sus miedos en libros para que desaparecieran. Y colorín colo… 

– ¡Venga ya! –exclamó el niño, terriblemente decepcionado al oír la conclusión de la historia.– ¿Todo este rollo para decirme que quieres que lea cuentos? 

– No, hijo, quiero que los escribas y, sobre todo, que los dibujes. Así, el monstruo que de tu ropa saltó al armario y se escondió debajo de tu cama desaparecerá para siempre. 

– Ya, seguro –dijo entre dientes el niño, cruzado de brazos, con los morros bien apretados. 

Entonces el padre salió un momento de la habitación para entrar en el «cuarto-donde-nunca-se-debe-entrar-porque-ahí-están-las-cosas-de-los-papás» y salió con un paño viejo en las manos. Volvió a sentarse en el taburete verde y le puso el paño en las piernas a su hijo. 

– Ábrelo. 

El niño desenvolvió el paño y dentro se encontró con un montón de grandes hojas de árbol, cosidas por una cuerda de cáñamo. Apenas podía creer lo que estaba viendo. Aquello parecía tener miles de años y estaba lleno de dibujos de seres monstruosos. 

– Dibuja a tu monstruo y mañana volveremos a guardarlo. ¿Vale, hijo? 

El padre estaba saliendo de la habitación cuando el niño, al fin, se atrevió a preguntar: 

– Pero, ¿cómo?

Y su padre le guiñó un ojo y respondió: «Magia”.

Aprendizaje: Crear con consciencia es mágico. La creatividad del alma nos libera del miedo.

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UNA DE CUENTOS

EL DESAFÍO.

Hace mucho, un anciano campesino, harto de tener que sufrir para proteger su campo de las tormentas o la sequía, decidió hablar con Dios:

– Escúchame, Dios, necesito pedirte algo.

– ¿Qué quieres? – respondió.

– Estoy cansado de trabajar cada día el campo y perder muchas veces la cosecha de trigo por culpa de una tormenta o una despiadada ola de sequía. La gente termina pasando hambre… Tal vez no sepas como yo, que soy campesino, cómo debe ser el tiempo. Deja que yo decida durante un año y verás cómo desaparecen la pobreza y el hambre.

Dios le miró compasivo y asintió.

Y así fue: durante un año entero, el campesino iba pidiendo sol o lluvia según lo deseaba. Y todo fue muy tranquilo. Apenas tuvo que trabajar y en primavera, justo un año después, fue a hablar con Dios. El trigo había crecido mucho, más que ningún otro año, y el campesino estaba orgulloso:

– ¿Ves como tenía razón? – dijo el anciano-. El trigo está tan alto que tendremos alimento para varios años.

– Ya veo. Cierto, ha crecido mucho. Pero… ¿Te has asegurado de que los granos sean buenos?

El campesino tomó entonces un grano de trigo y lo abrió. ¡Estaba vacío!

– ¿Cómo es posible? – preguntó alarmado el campesino.

– Sin obstáculos, es imposible crecer. Sin desafíos, sin tormentas, truenos o granizo, el trigo no se fortalece. Le pusiste todo tan fácil, que el trigo creció sin alma, vacío…

El campesino entonces lo entendió todo.

Aprendizaje:  Los obstáculos forman parte del equilibrio en  la vida.

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UNA DE CUENTOS

LA ROSA Y EL SAPO.

Había una vez una rosa roja muy hermosa y bella. Qué maravilla al saber que era la rosa más bella del jardín. Sin embargo, no sabía por qué la gente la veía de lejos.

Un día se dio cuenta de que al lado de ella siempre había un sapo grande y oscuro y que era por eso que nadie se acercaba a verla de cerca. Indignada ante lo descubierto le ordeno al sapo que se fuera de inmediato. El sapo muy obediente dijo: 

– Está bien, si así lo quieres.

Poco tiempo después el sapo pasó por donde estaba la rosa y se sorprendió al ver la rosa totalmente marchita, sin hojas y sin pétalos.

 – Vaya que te veo muy mal. ¿Qué te pasó?.

–  Es que desde que te fuiste las hormigas me han comido día a día, y nunca pude volver a ser igual.

 El sapo sólo contestó: 

– Pues claro, cuando yo estaba aquí me comía a esas hormigas y por eso siempre eras la más bella del jardín”.

Aprendizaje: Todos tenemos algo especial que hacer, algo que aprender de los demás o algo que enseñar, y nadie debe despreciar a nadie, no vaya a ser que esa persona nos haga un bien del cual ni siquiera seamos conscientes.

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UNA DE CUENTOS

SÓCRATES EN EL MERCADO.

Cuentan que al filósofo griego Sócrates (470 a.C.), se le veía continuamente paseando por el mercado principal de la ciudad de Atenas.

Un día, uno de sus discípulos le preguntó: 

  • Maestro, hemos aprendido con usted que todo sabio lleva una vida simple. Pero usted no tiene ni siquiera un par de zapatos.
  • Correcto – respondió Sócrates.

El discípulo continuó: 

  • Sin embargo, todos los días lo vemos en el mercado principal, admirando las mercancías. ¿Podríamos juntar algún dinero para que pueda comprarse algo?
  • Tengo todo lo que deseo -respondió Sócrates- pero me encanta ir al mercado para descubrir que sigo siendo completamente feliz sin todo ese montón de cosas.

Aprendizaje: Elijamos bien lo que consumimos.

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